7. La sombra de lo desconocido

 La estación científica Polaris IV, ubicada en el corazón del Ártico, permanecía aislada por completo tras una tormenta que había sepultado las comunicaciones. Ocho investigadores convivían bajo una rutina gélida, entre datos, pruebas, y un silencio apenas roto por el crujir del hielo y los zumbidos de los generadores.

El Dr. Elías Marek, biólogo molecular, encabezaba el proyecto de investigación sobre organismos criogénicos. Sin embargo, todo cambió cuando hallaron un objeto enterrado bajo el hielo: una cápsula metálica deformada por el tiempo, pero aún intacta. No era humana. Ni tampoco terrestre.

Lo que comenzó como un hallazgo científico derivó en una pesadilla sin rostro.

El espécimen hallado era una criatura alienígena. Dormía en estado de latencia, pero al descongelarla para analizarla, despertó. La criatura no solo estaba viva, sino que era capaz de replicar estructuras biológicas a nivel celular. Copiaba, imitaba… y se disfrazaba. Cualquier uno de ellos podía ser “la cosa”.

Con el paso de los días, la paranoia reemplazó a la lógica. Ya no sabían en quién confiar. Uno a uno, los rostros conocidos comenzaron a comportarse de manera errática. Sonrisas tensas. Sudores fríos. La sombra del miedo reforzaba la desconfianza, como si cada mirada escondiera un secreto monstruoso.

—No podemos dejar esta estación —advirtió Marek una noche, encerrado con otros tres en el laboratorio central—. Si eso llega al mundo exterior, se acabó. No va a invadirnos. Va a sustituirnos.

El fuego se volvió su única arma segura. Destruir por completo. Reducir a cenizas cualquier tejido sospechoso. Ya no bastaban las pruebas, las autopsias ni los exámenes. Debían quemarlo todo.

La criatura, sin embargo, era más que una amenaza física. Era el reflejo de lo humano distorsionado. Tomaba los rostros de aquellos que más amaban. Marek llegó a ver a su esposa fallecida, caminando por los pasillos helados, llamándolo con una voz que no podía ser real. La criatura había invadido no solo sus cuerpos, sino también su psique.

Mientras el aislamiento continuaba, la estación se convirtió en una prisión mental. Afuera, el hielo infinito. Adentro, la soledad eterna. El frío no provenía solo del clima, sino de la descomposición total de la confianza.

El científico logró desarrollar una prueba rudimentaria con sangre. Bajo condiciones de calor extremo, las células del ente reaccionaban de forma autónoma. Fue así como descubrieron que uno de ellos ya no era humano. Se defendió. Se transformó. Y mató a dos más antes de ser calcinado.

—No somos nosotros mismos —escribió Marek en su diario, cuando solo quedaban tres sobrevivientes—. Somos pedazos de miedo disfrazados de razón.

Las últimas horas fueron un sacrificio silencioso. Decidieron destruir los generadores, quemar la base entera y quedarse allí hasta morir congelados, pero impedir que aquello saliera. En medio del caos, uno de los tres desapareció sin dejar rastro. Elías y la doctora Valen se miraron en la oscuridad, sin saber si seguían siendo humanos… o si ya no quedaba humanidad.

La estación ardió mientras una aurora boreal teñía el cielo de verde. Bajo la nieve, una criatura esperaba en silencio. Puede que no fuera el fin. Tal vez era solo el comienzo.

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